Salió al jardín y se sentó en la
tumbona, frente a la montaña. Era una mañana fresca, con el sol oculto por algunos
jirones de niebla trepando por las laderas. Iba a comenzar a leer cuando, por
el rabillo del ojo, un movimiento le hizo volver la cabeza y sonreír. Allí
estaba el mirlo cojo, caminando a saltitos cerca de ella, a la caza de algún
insecto. Lo vio capturar un saltamontes, sostenerlo en el pico y escabullirse
entre las ramas camino del nido.
Una mañana, tiempo atrás, había
peinado su cabello, algo canoso ya, y había dejado sobre la hierba un
montoncito de pelos que habían quedado enganchados en su cepillo. El mirlo los
había cogido y se los había llevado al nido. Sería lana de nido, lecho de
alguien. Esos tres huevos, si llegaban a nacer, serían como sus nietos.
Ella leía mientras la niebla
levantaba, y de pronto, unos pajarillos negros con el pico amarillo como
baberos de niño bien, comenzaron a aletear en el tibio aire de la mañana. Entonces,
muy despacio, comenzó a entonar una canción de cuna. La niebla había despejado
y el sol ya iluminaba la cresta de la montaña.
Qué sensación más buena y bien contada, me he sentido perfectamente identificada y casi he podido oir esa canción de cuna.
ResponderEliminarBien por los mirlos y por la abuela, claro. Luisa
Como suelo decir: hay mucha poesía en esa prosa :)
ResponderEliminar¡Buena historia!
Un saludo, Marisol.