Garnacha,
dijo ella, mientras las comisuras de su boca dejaban escapar una gota de un
líquido rojo granate. Entonces, devorándome con los ojos, se dio la vuelta. Dio
dos pasos y se volvió a mirarme, retándome con una sonrisa pintada en su cara.
Yo la seguí, copa en mano, por la bodega
llena de amigos y compañeros. Moriría por el contoneo de sus caderas, su
pelo cobrizo y la visión de esos taconazos me fermentaba bajo el pantalón.
Detrás de un barril de roble, me acorraló. Esos tacones granate, que acabaron
clavándose en mi pecho, lucen ahora en mi estantería.
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