Dedicado a mi buena amiga Yanet Acosta. Mejilla a la Sal es el título del primer capítulo de su fantástica novela EL CHEF HA MUERTO
MEJILLA A LA SAL
Fue un fogonazo de
lucidez lo que le insufló el valor para enfrentarse a ella de nuevo.
La inauguración de una retrospectiva suya en la Galería Juana de
Aizpuru, la pista que necesitaba para volver a encontrarla. La famosa
pintora argentina vendrá a Madrid mañana y se alojará aquí,
consiguió sonsacarle al portero del hotel donde se alojaba siempre
que venía a la ciudad. Tantos años después, y a pesar de todo,
ella seguía fiel a sus costumbres. A todas, incluso a ignorarlo, a
no enviarle ni un saludo, ni una palabra. Nada. El más absoluto
vacío. A él que lo había sido todo para ella; su amante, su
amigo, su mentor, su mecenas, su agente, sus brazos y sus piernas,
sus ojos y su corazón. Luego, desde aquella maldita mañana, ella
había soltado amarras y había zarpado de su vida. Durante años
solo supo de ella porque a veces, en la prensa, oteaba sus velas
blancas en el horizonte. Pero ahora estaba en Madrid y
no podría rechazar su plato favorito.
Buscó las mejores
carrilleras de ternera, las más tiernas, con esa telita blanquecina
que las recubría, protegiéndolas como el arrullo de un bebé. El
carnicero le ofreció limpiarlas, pero prefirió hacerlo él. Se
sirvió una copa de vino, buscó el viejo vinilo que ella le regaló una tarde de
invierno y con movimientos delicados dejó el disco sobre el soporte
y bajó la aguja. Gardel maullaba al amor desde el salón mientras él
se lavaba las manos. Con un pequeño cuchillo muy bien afilado fue
retirando la telilla que arropaba las carrilleras. Cuando la carne
quedó limpia, las cuatro mejillas rojas sobre el mármol blanco de
la encimera le hablaban de cóctel y amor.
Encendió el horno y lo precalentó hasta alcanzar los 180º. Mientras se calentaba,
preparó un lecho de sal gorda en el fondo de la bandeja, lo aplanó
bien con la palma de la mano y sobre aquella cama blanca dispuso en
perfecto orden las mejillas. Lavó una ramita de romero, la deshojó
y colocó las hojas sobre la carne; luego, como un camión de los que espolvorean sal sobre la carretera en las tardes de invierno, fue
esparciendo sal sobre la carne hasta que todo fue una montaña
blanca. Blanco sobre blanco, compactando bien, mientras el bandoneón
y Gardel le pintaban una lágrima triste que acabó sobre la copa de
vino, ya vacía.
Bajo la colina de sal,
que embadurnó con una brocha untada en clara de huevo batida, se
ocultaba el tesoro. Mientras Gardel engalanaba las rosas, peló las manzanas reinetas, las cortó en finas rodajas y
las puso al fuego rociándolas con unas gotas de limón. Cuando
comenzaron a hervir, removió con una cuchara de madera, con infinito
mimo, y un rayo misterioso hará nido en tu pelo, mientras las calles
de Buenos Aires desfilaban ante sus ojos, tomado de la mano de ella.
Unos minutos después, cuando las manzanas se deshicieron, las retiró
del fuego, las puso sobre un plato llano y las prensó con un
tenedor. El puré de manzanas estaba listo.
Cuando, tras los treinta
minutos obligados, el bip-bip del horno avisó, se sirvió otra copa
de vino y dio la vuelta al disco. Sacó la bandeja del horno, la
colina blanca de sal endurecida y brillante, caliente y acogedora, le
recordó el tacto de sus nalgas, tan blancas, tan suaves, tan firmes.
Por esa piel hubiese dado todo. Por esa mirada suya hubiese dado la
vida. Lo que ocurrió aquella mañana fue un error, un estúpido,
inmenso e imperdonable error.
Con un mazo de madera resquebrajó la
colina de sal y fue apartando las lascas hacia los lados, hasta
descubrir el tesoro sonrosado, mostrando esas pequeñas vetas
blanquecinas que le aportaban todo el sabor. Retiró las carrilleras,
las colocó sobre la tabla de cortar y fue haciendo lonchas muy
finas, como las sábanas de seda que ella adoraba. Después de
colocarlas en la bandeja, dispuso el puré de manzana junto a ellas y depositó una lágrima de mermelada de violetas sobre cada loncha
de carne. Cubrió la bandeja con la cúpula metálica y la dejó en
el horno, que aún estaba caliente.
El portero del hotel le
abrió la puerta, sonriendo de forma pícara al ver el enorme paquete con lazo rosa que llevaba en la mano. Que tenés el alma
inquieta de un gorrión sentimental, repetía aún en su memoria la
vieja voz tanguera mientras el ascensor lo depositaba en la tercera
planta; perdoná si al evocarte, se me planta un lagrimón, y los
segundos ralentizándose frente a la puerta de la habitación.
Ella no mostró sorpresa,
ni alegría, ni siquiera le hizo un reproche. Le dio dos besos de
cortesía y abrió el paquete. El hubiese querido cantarle, que al
rodar en tu empedrado es un beso prolongado que te da mi corazón,
pero estaba allí, de pie, parado en medio de la suite, sin poder
articular otra frase que no fuese aquella que tanto tiempo había
ensayado: “Ábrelo y disfruta, aún está templado, como a ti te
gusta”. Desató el lazo rosa, y sin mirarlo, destapó la cúpula
plateada. El miedo volvió a apoderarse de él, temiendo la mirada
de aquella maldita mañana en que le pilló, pincel en mano,
retocando uno de sus cuadros
Luego ella, tomando un
pequeño pedazo con el tenedor, lo llevó a su boca y cerró los
ojos, mientras una lágrima furtiva descendía por su cara. El quiso
tomarla con su lengua, lamer esa mejilla, la gota salada que
descendía mientras el permanecía pegado a la moqueta. Ella, al fin,
habló:
- Nunca supiste
pintar, boludo, pero sos un artista.
Precioso relato te felicito.
ResponderEliminarYo estoy también con varios donde también él es el que cocina, mientras escucha música y bebe vino y se va contando la receta con final inesperado.
Palabrita del niño Jesús que los tengo escritos desde antes de leer el tuyo.
Un abrazo
!Qué bien, escribir de cocina! Y sí, me encanta la idea de que cocinen ellos mientras escuchan música. Espero leerlos pronto, de verdad. Un abrazo
ResponderEliminarTengo el relato en el enCrudo 4 y también en mi blog, para que veas que no hablaba por hablar. Otra cosa es la calidad literaria ;-)
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