CAZA MAYOR
Amanece.
El campo huele a la primera helada de otoño. La caza, rito ancestral, se
enseñorea de la mañana. Los perros ladran inquietos en sus jaulas, esperando el
momento de la carrera salvaje. Los cazadores están dispuestos, vestidos
de verde y caqui-camuflaje, botas de cuero, bocas ansiosas. Tras un copioso
desayuno de migas y alcohol servido por mujeres, fuman el primer puro del día,
miran al monte y esperan. Las mejores escopetas, enfundadas en cuero de Loewe,
reposan sobre sus hombros. Los todoterrenos de alta gama, aparcados sobre la
tierra escarchada, parecen monstruos dispuestos a derribar árboles, animales y
personas que frenen su paso. Es la primera montería de la temporada. Risotadas
soeces, miradas lascivas y conversaciones guerreras: la síntesis del machismo
más rancio a escena. Los cazadores se emboscan, ojean, y acechan a las
jovencitas o a las “nuevas solteras” que nos acercamos por la mañana para ver
el desfile de testosterona vestida de camuflaje.
Acaba de anochecer. El aire huele a perfume masculino, a olorosa ginebra
cayendo sobre el hielo, a deseo contenido. Es miércoles, los hombres solos
tienen permitido entrar al local de intercambios. Follar con mujeres ajenas:
esa es la apuesta. Tal vez difícil, tal vez sencilla; la noche está abierta a
cualquier contingencia. Las parejas que acuden los miércoles saben a lo que
van, o quizá no. Ellos, triunfadores en su vida ordinaria, visten su uniforme
oficial: camisas bordadas con un cocodrilo, o cuatro eles superpuestas, jinetes
rojos con banderola... Abundan las cabezas sin pelo y las barriguitas cerveceras.
También hay hombres tristes, perdedores a ojos vista, cabizbajos y un sí es/no
es avergonzados de estar allí. Un negro joven y con buena planta deambula por
las salas, como único exponente de un continente de sueños. Suena una música
suave, incitadora. La barra del bar es el punto de partida, comienza el juego.
La
suerte ha repartido, desigual e injusta como la vida, el puesto que ocupará
cada uno. Una vez colocados en sus disparaderos, en religioso silencio, los
cazadores se mantienen a la espera, excitados por los ladridos de las jaurías y
los gritos de los ojeadores que inundan el valle. Los ecos de los primeros
disparos retumban en las pedreras de la sierra. Los voy contando, como
desgranando posibilidades, pensando en los otros, buscando las similitudes.
Cada cuatro disparos, un animal abatido, me cuentan.
Un cocodrilo verde sobre fondo azul ocupa la primera sala, con sus
blancos sofás. Una pareja muy joven comienza a desnudarse, abandonando la ropa
en desorden sobre el suelo. Cocodrilo lanza una mano atrevida sobre un pezón
olvidado, mientras su dueña retoza entre jadeos: no es rechazado; ha acertado
en su intuición. Cuatro eles superpuestas acceden al jacuzzi de la planta superior,
copa en mano. Varias parejas, una amalgama de carne en movimiento, ocupan la
sala. Cuatro eles abandona su mano así, a su caer, sobre un culo que se
bambolea al compás del ritmo que marca una polla que se mueve frenética: error,
recibe un sonoro manotazo que descarta cualquier otro intento de acercamiento
en aquella habitación, para él y para sus tres amigos. Jinetes rojos con
banderolas permanecen acodados en la barra. Entran a toda fémina que se acerca
a por una copa. Sin éxito. No tienen posibilidad alguna, más no abandonarán su
posición en toda la noche. El resto, los solitarios, se dispersan por el local,
ojo avizor.
Cuento
dieciséis detonaciones. Se han disparado treinta y seis, me dicen. Disparos
fallidos que imposibilitan volver a descargar sobre esa presa. Oportunidad
perdida. Al caer la tarde, nueve trofeos reposan en el suelo, cubiertos de
sangre y moscas. Un olor montaraz, ácido y primitivo invade el aire.
Testosterona mezclada con miedo, con muerte, con alcohol. Los triunfadores se
ufanan de sus presas ante los demás, mientras exhiben en la mirada una carga de
deseo cuando pasan las mujeres a ver los despojos sobre el adoquinado de la
plaza. Un enorme ciervo de siete puntas (una por cada año de vida), reposa en
el suelo babeando sangre. Su ejecutor recibe felicitaciones, palmadas en la
espalda, miradas de envidia. Aprovecha un momento de descuido de los demás para
ofrecer la hermosa cornamenta a una veinteañera prieta y juguetona, a quien
duplica en años, aún sabiendo de lo estúpido de su oferta. Es su día de
triunfo, hoy puede atreverse a todo. Los abandonados por la suerte se consuelan
desollando las piezas, les extraen las vísceras, las cuelgan para que se
desangren y su carne se suavice. Ha sido una buena jornada.
Pasadas las tres de la madrugada, los hombres se reúnen de nuevo en la
barra del bar. Tres resultados de catorce intentos. Los conquistadores,
despeinados y oliendo a sexo fresco, comentan algunos detalles sabrosos con los
demás. Piel negra y brillante resbala por la espalda de una rubia de piernas
interminables, en un gesto cómplice, mientras baja las escaleras hasta el bar.
Una mujer, de curvas profundas vestida de cuero negro, se acerca a la barra y
posa sus labios sobre un cocodrilo en pecho. La mano de éste se desliza por su
espalda y acaba posándose en el impresionante trasero de su nueva amiga. El
marido de ella, por su lado, apoya la mano sobre la teta derecha y le
mordisquea con suavidad el lóbulo de la oreja. Ella sonríe y besa a los dos,
alternativamente. Los jinetes rojos con bandoleras siguen atornillados a la
barra, esperando el nuevo día y poder descargar así su frustración, su
resentimiento, sobre sus socios, sus empleados, sus esposas, sus hijos... Los
orgullosos triunfadores de la noche abandonan el local con enormes sonrisas en
sus rostros. Una perfecta noche de caza mayor.